En ocasiones, por lo que sea, sentimos que nos sobreviene el vértigo y no nos queda más remedio que asomarnos a ese escaparate desconcertante y a prueba de intrusos llamado futuro. Jugamos durante esas ocasiones a adivinar –nuestro reflejo pávido y translúcido empañando el cristal cual derrotado ejército de polillas ávidas de esperanza- con qué cóctel maléfico tiene previsto desbravar nuestros planes el Gran Barman Cósmico, y después no es raro vernos hacer tonterías tales como robar la rosa de los vientos al primer tahúr nihilista que se nos ponga a tiro, y navegar rumbo al sur sobre las calmas aguas grises en que la probabilidad hace pie.
O algo por el estilo, como comprarnos una agenda.
Entrevistas nuestras expectativas vitales a través del tamiz monocorde de lo probable, la recámara de nuestro porvenir debería contar por ejemplo con una posibilidad entre cien mil de que un día de estos nos toque el gordo de navidad, una entre tres millones de que nos fulmine un rayo y, si aspiramos al premio de escapista irracional del año, una entre setenta y cinco millones de ser agraciados con el euromillón.
Mas pese a tan razonables admoniciones seguimos acudiendo -inasequibles al desaliento- a casas de apuestas y administraciones de lotería a fin de hacernos con boletos de los más diversos juegos de azar, evitando además durante el trayecto pasar bajo un árbol si observamos que se desata una tormenta con aparato eléctrico, no sea caso que al destino le dé por utilizarnos de moraleja determinista y malaje y acabemos compartiendo nuestra urna funeraria con las cenizas de un billete agraciado con el premio gordo. Este comportamiento del ser humano, que pudiera ser tenido por zafio y atolondrado, obedece sin embargo a un razonamiento tan irrebatible como paradójico: al ser innumerables las cosas improbables que nos pueden acontecer a lo largo de nuestra vida, el hecho de que tarde o temprano nos sobrevenga algún acontecimiento cercano a lo imposible es sencillamente inevitable.
Todo esto, como supondrán, lo pensé después. Cuando el billete de veinte euros volvió a mis manos meramente exclamé: ¡Qué coño!
Lo miré al trasluz, del derecho y del revés, como si no supiera a ciencia cierta que era mía la letra, así como era mío (o mejor dicho de mis padres) el número de teléfono escrito con rotulador en uno de los márgenes. Como si no supiera perfectamente cuándo, dónde ni con qué fin el joven que una vez fui garrapateó ese billete quince años atrás.
La chica se llamaba Celia, aunque la dueña de la papelería donde trabajaba por las tardes la llamaba Sisi (con tilde en la primera i). Tenía esa belleza enfermiza con que la memoria maquilla los primeros amores, y hay que decir en su favor que nunca consideró que aquel chaval espigado y tímido que con cualquier excusa acudía a su tienda para pedirle a través de señas y tartamudeos cosas que no necesitaba fuera totalmente imbécil. Y eso que se lo puse difícil.
La pequeña Sisi…
Disociados, como el paisaje y el reflejo del viajero en la ventanilla de un tren nocturno en marcha, me llegan a un tiempo el remoto sonido de las campanillas de la puerta de la librería al abrirse, y los recientes –pero paradójicamente mucho más brumosos- recuerdos de ayer. Tras mucho repasar los acontecimientos de la pasada noche, acabo casi convencido –y por alguna razón lo considero importante- de que el billete de veinte euros que tengo en mis manos formó parte del cambio que me dieron en el Caballo Blanco por el último gin-tonic.
Si cabe predicar una verdad inamovible respecto de las cosas imposibles, es que cuando suceden lo hacen por alguna razón, así que a nadie le sorprenderá que una vez asimilado tan insólito y significativo acontecimiento adopte la firme determinación de hacer algo al respecto.
Un tiempo indeterminado después me hallo recorriendo a pie el viejo barrio. Pese a hacerlo parapetado tras el ánimo descreído y receloso con que los insomnes acogen la alborada, constato con pesar que los escenarios en que se desarrollaron los recuerdos de la primera mitad de mi vida se han ido desmoronando, deteriorándose, mudándose sin duda al equipaje vital de cualquier otro individuo, reconvirtiéndose en el invisible horizonte de nuevos anhelos, trocándose de nuevo en antesala de futuras decepciones. La papelería donde conocí a Celia es ahora un bazar oriental perteneciente a la cadena Amigo Chino, y tras su mostrador un hombre asiático de edad indefinible y gesto huraño divide su atención entre el contenido de seis monitores de vigilancia, por ver si pilla en flagrante acto de latrocinio a algún amigo occidental.
Calle abajo, cerca de allí, sigue viviendo Celia. Soy incapaz de trazar otro plan que no sea fiar el desarrollo de los acontecimientos a la propia inercia generada por los eventos que les he relatado, dejarme llevar por la corriente y ver dónde tiene pensado desembocar o dejarme embarrancado el destino. Con el corazón en un puño entro en el portal y subo las irregulares escaleras.
- ¿Cómo estás, Sisi? – le pregunto cuando abre la puerta.
Ella me mira desubicada, preguntándose sin duda qué hago en el dintel de su puerta. Se ha cortado el pelo, y alguna incipiente arruga circunda y reafirma su expresión de extrañeza. Sigue, pese a todo, tan guapa como la recuerdo.
- Ya nadie me llama así.
Está a la defensiva, y no la culpo. Espera sin duda una explicación por mi parte, mas por unos instantes vuelvo a ser el adolescente tímido incapaz de formular palabra que acudía a su tienda cada tarde. Me limito pues –como hiciera quince años atrás – a extenderle el billete de veinte euros. Ella lo mira, al principio sin entender. Luego, confirmando mis peores temores, palidece.
- Vete – murmura después de una pequeña eternidad de silencio.
Y aunque quiero decirle mil cosas, me dejo guiar sin resistencia por su mano ausente y firme fuera del apartamento, y aunque Sisi desaparece tras cerrar la puerta sigo dejándome arrastrar fuera de su vida, como si su mano fría e inmisericorde siguiera apartándome.
Pido más tarde en el Caballo Blanco un gin-tonic, y luego otro. Es posible que vaya por la quinta copa cuando el individuo del chaquetón negro se sienta a mi lado en la barra. Me es vagamente familiar, pero no tengo el ánimo ni la cabeza para futesas, así que decido ignorarle.
- Necesitaría que me hiciera un favor – me interpela el tipo.
- ¿Le puedo ayudar?
- La verdad es que me bastaría meramente con que me prestara su atención un par de minutos. Lo justo para pedirle perdón dos veces.
- ¿A mí? ¿Y por qué dos veces?
- La primera porque antes de que se acabe esa copa le mataré de un disparo en la cabeza – dice en tono quedo. Con un gesto que nadie más en el local detecta aparta ligeramente el chaquetón y me muestra la pistola.
- Pero…
Se lleva el índice de la mano izquierda a los labios.
- No me interrumpa, por favor. Aunque no lo crea esto también es difícil para mí. Además de por su inminente ejecución, y sobre todo, quisiera pedirle perdón por haberle hecho concebir vanas esperanzas románticas. Por lo que me acaban de contar, mientras le seguía estos días para conocer sus costumbres y descubrir el momento y lugar idóneo para asesinarle, me gasté un billete que por azares del diablo fue luego a parar a sus manos. Créame que soy sincero si le digo que de saber que entre los cinco mil pavos del anticipo que su esposa doña Celia me dio para cargármelo había incluido un billete del que quería librarse por inequívocas razones y que al tiempo tenía para usted tan importante valor sentimental, lo habría empleado en tomarme un trago a su salud cuando ya fuera un fiambre, y no en generarle este vértigo cruel y decepcionante durante sus últimas horas de vida.
Autor : Erre Medina