Cuando la adolescente pelirroja de la mesa de al lado pidió su tercera cola light, Héctor Ruíz empezó a considerar seriamente la posibilidad de que el amor de su vida le hubiera dado plantón.
Se reconvino acto seguido: ¿Qué es una hora de retraso cuando ella lleva casi dos décadas esperándome? E imbuído de renovados ánimos, el hombre de mediana edad en que se había convertido siguió esperando en el bar cafetería anexo al viejo instituto, varado cual náufrago anacrónico entre el bullicio estudiantil.
Dio Héctor en pensar, por disipar los negros nubarrones que empezaban a cernirse sobre su mente, que a veces la casualidad hace méritos para ser ascendida a la categoría de destino. Y es que apenas unos días antes, haciendo sitio en el trastero para guardar la cuna de David, su segundo hijo, había encontrado entre un sinnúmero de amarillentos papeles el poema que aquel joven que una vez fue le dedicó a Julia.
Era Julia –presentémosla brevemente- paradigma de belleza y altivez en aquellos tiempos, y por supuesto no era Héctor el único compañero de clase que bebía los vientos por la joven. Tampoco cabía considerar a Héctor como el mejor posicionado para ver correspondidos sus anhelos románticos, poseedor como era de un físico y carácter escuálidos.
Pero esa noche, en el polvoriento trastero, recordó Héctor algo más. Como la memoria es en el fondo un eunuco con apetencias incomprensibles, le vino al magín no sólo el momento en que decidió enviarle a Julia el poema desde una cuenta de correo electrónico que no pudiera ser relacionada con su persona, sino incluso la dirección y contraseña de la misma.
No pudo esa noche Héctor conciliar el sueño, la obsesión tornando inhóspita la almohada, así que aún a sabiendas de que sin duda la cuenta habría sido dada de baja por falta de actividad, se levantó sigilosamente y volvió a teclear con casi veinte años de diferencia los campos de texto frente al ordenador. Y contra todo pronóstico, tras aceptar el servidor el breve formulario se le mostraron más de mil mensajes, la mayoría de spam.
Fue a la bandeja de enviados. Ahí estaba, con fecha del siglo pasado, el único mensaje que envió.
Y en la bandeja de entrada, sin leer, cientos de mensajes que Julia le remitió luego a él. El último traía fecha de ese mismo día.
Los leyó. ¡Vaya que sí! Uno por uno. Y supo por ellos que su amor fue desde el primer correspondido, que Julia le esperó hasta que la ausencia de noticias le impelió a dar el sí quiero a un hombre que no amaba. Y que, pese a su pertinaz silencio, no había día en que Julia no lamentara –en que Julia no condicionara- su situación actual, siempre esperando esa respuesta que los años y su silencio cruel se negaban a trasladarle.
El corazón de Héctor latía desbocado. Julia, la de ojos color miel -¿o eran verdes?- había estado todos estos años pensando en él, esperándole.
– Ni un día más de espera, mi amor –se dijo.
Así que envió un nuevo mail desde la cuenta que abriera siendo aún adolescente, concertando una cita para el día siguiente en el lugar donde tantas veces –aunque por desgracia a destiempo- se cruzaron sus miradas. Veinte años de frustraciones ser condensaron en un solo mensaje, su historia resumida en una crónica por suerte reversible. Y por supuesto, esos veinte años de nada desembocaban en la única decisión aceptable:
Le he dejado una nota, la leerá cuando vuelva de trabajar. No ha sido una mala mujer para mí, es sólo que no eras tú.
La adolescente pelirroja de la mesa de al lado pidió, sacándole de sus ensoñaciones, otra cola light.
Entre el barullo, Héctor tardó un buen rato en comprender que su teléfono móvil le avisaba de que había recibido un correo electrónico. Era de Julia.
A quien corresponda:
Lamento haberle hecho concebir falsas esperanzas, sea usted quien sea. Sepa también que su incomprensible ataque de nostalgia ha desbaratado de la forma más cruel y estéril una fantasía que a nadie hacía daño y que venía durando más tiempo del que puedo recordar sin montar en cólera. ¡Por el amor de Dios, si yo ni me acuerdo de usted ni usted me reconocería si nos cruzáramos por la calle! ¿Cómo pudo pensar…?
Le conmino dede este momento a que elimine todos mis correos, que como debiera ser evidente incluso para usted no se escribieron para ser leídos ni enviados para ser recibidos. Hágase un favor: Vuelva a su casa y rompa esa nota miserable que le ha dejado a su mujer, y si tiene problemas conyugales dígaselo a la cara (¿también la conquistó enviándole un email anónimo, cretino sin agallas?) o si lo prefiere alimente una fantasía que le permita ir tirando, a ser posible con un final menos abrupto del que usted le ha proporcionado a la mía.
Huelga decir, ya que por lo visto es usted bastante corto de entendederas, que a día de hoy no tengo la más mínima intención de abandonar a mi marido. Pero no desespere. Tal vez si vuelve a revisar su correo dentro de veinte años más se lleva otra sorpresa.
Autor : Erre Medina