Cuando René salió del garito ya había amanecido, y todo se movía. Bostezó sin disimulo en mitad de la calle, mientras estiraba las articulaciones aún entumecidas a causa de la noche interminable que había dejado atrás.
Casi le arrolla un peatón, y luego otro. Sabía que si continuaba detenido no tardarían en hacerle daño, pero no era capaz de dar un paso. Por un momento, acuciado por la creciente angustia que le roía, se planteó volver al antro del que había emergido, como si regresar por sus propios medios al punto de partida fuera posible. Finalmente, todavía con el hipnótico sonido del cubilete de dados retumbando en su cabeza, se perdió entre la frenética indiferencia de la ciudad.
Ansiaba llegar a casa, cuanto antes mejor. Pegarse una ducha y dormir veinte horas, o beber hasta rodar sin sentido por el suelo. Cualquier cosa antes que asumir la ruina irreversible en la que el juego le había sumido.
Subió por la calle Principal, a pie. La habitual barahúnda de vidas simples le envolvió, y por un momento se dejó embaucar por el estrépito de cada urgencia, y se sintió uno más entre el movimiento contradictorio de la muchedumbre. Sin reglas, sin dependencias, sin peligro.
Luego recordó que antes de acabar el día de una forma u otra estaría muerto, y súbitamente alerta miró hacia atrás. Nadie parecía seguirle, aunque quién podía saberlo con certeza.
Sonó el teléfono en la habitación (pero él no estaba realmente en la habitación). Alguien respondió, y por unos segundos todo se detuvo. Excusas, risas. De nuevo, luego, el movimiento y la imperiosa necesidad de regresar pronto a casa. Y sobre todas las cosas, anticipando cada paso, cada contexto, la pertinaz sensación de déjà vu que acompañaba sus salidas al exterior.
En realidad la disfunción que le aquejaba no tenía nada que ver con un déjà vu, pero no se me ocurre ahora a quién pueda importarle eso. Baste saber que René era capaz de anticipar, por ejemplo y en ese mismo momento, que la diminuta ancianita que cruzaba delante de él la calle precisaría ayuda para remontar con su carrito de la compra el bordillo de la acera, o que por escasos centímetros una cagada de paloma no acabaría decorando uno de sus zapatos de piel de serpiente, o que estaba a punto de reventarle los tímpanos la ráfaga de una canción de los noventa que ya era mala en los noventa, disparada a toda velocidad desde un Audi llamativamente abollado.
“Ahora las dos jovencitas de ahí harán como que buscan algo en su mochila, y cuando el aprendiz del mecánico se las cruce camino del bar donde a esta hora suele desayunar lo mirarán con apreciativo disimulo. La del pelo más corto susurrará algo al oído de la otra, y estallarán en risas”.
“Y de un momento a otro el hombre de las horribles gafas de pasta verde –ahí lo tenemos- saldrá jurando en arameo de la oficina bancaria, exhibiendo un recibo como quien sujeta un roedor por la cola. Y mientras busca entre los contactos de su teléfono móvil el número de alguien a quien hacer partícipe del atropello que acaba de sufrir chocará de frente con el fulano de la chaqueta a cuadros que en tres, dos, uno doblará la esquina.
“Y mientras, a mi izquierda, saliendo a toda prisa de ese portal…
Detalle a detalle, como fichas de dominó que perpetuaran con sincronizada cadencia la misma caída, todas las incidencias del día le eran anunciadas con un segundo de antelación a René, de tal manera que le resultaba tan inútil el intento de obviarlas como sustraída en el último instante la natural reacción que cada una debiera depararle.
Supo así, antes de que sucediera pero demasiado tarde para evitarlo, que a la altura de la trasera del mercado de San Telmo, ya muy cerca de su casa, sería alcanzado por uno de sus perseguidores.
Sintió hendirse la navaja en su costado, caliente, insoportable. Cayó al suelo a cámara lenta, la imagen del dolor precediendo al dolor real, sus manos tratando de taponar la sangre que aún no había encontrado una herida por la que brotar. Y mientras caía anticipó los gritos de los viandantes pidiendo ayuda, e inmediatamente después, disipando cualquier esperanza que pudiera albergar, la brutal patada en la cabeza que a la postre le mataría.
Despertó en el hospital, sin que nadie pareciera darse cuenta. El médico le explicaba a su improbable familia que al paciente se le había detectado un coágulo en la cabeza. Que era aconsejable inducirle un coma. Que las posibilidades de recuperación eran escasas.
La terrible condena que asomaba tras aquellas palabras sólo era evidente para René, pero no estaba en sus manos resistirse. Cerró los ojos, y dejó que se ejecutara la sentencia, cediendo sin resistencia ante la oscuridad que gota a gota se adueñaba de su consciencia y forjaba el tenebroso camino de vuelta a casa.
Quedó atrapado, finalmente, una vez más, emparedado entre dos tiempos detenidos. Su cuerpo en coma inducido, a un segundo de la muerte. Su mente anticipando la interminable caída hacia la nada más aterradora.
Sonó otra vez –mientras- el teléfono en la habitación, y alguien atendió la llamada. Transcurrió una eternidad, salpicada apenas de risas y alguna despedida. Y de nuevo, luego, el hipnótico sonido del cubilete de dados preludiando una nueva partida.
Autor : Erre Medina