Casi todos los días se parecen cuando has vivido lo suficiente. Al menos si has dado en vivir -como yo- a lomos de una domesticada rutina.
Posiblemente por esa razón tardé más de lo exigible en darme cuenta de que todo lo que me estaba aconteciendo ese día ya me había sucedido: mi vecina octogenaria reclamando silente ayuda con el carrito de la compra varado frente a las escaleras de la entrada, la cagada de paloma que por unos centímetros no fue a parar a mi zapato derecho, la referencia del kiosquero al desastroso partido de fútbol de ayer, la ráfaga de una canción de los noventa que ya era mala en los noventa disparada a toda velocidad desde un Audi llamativamente abollado…
“Ahora las dos jovencitas de ahí harán como que buscan algo en su mochila, y cuando el aprendiz del mecánico se las cruce camino del bar donde a esta hora suele desayunar lo mirarán con apreciativo disimulo. La del pelo más corto susurrará algo al oído de la otra, y estallarán en risas”.
“Y de un momento a otro el hombre de las horribles gafas de pasta verde –ahí lo tenemos- saldrá jurando en arameo de la oficina del banco, exhibiendo un recibo como quien sujeta un roedor por la cola. En tres, dos, un segundo sacará el teléfono móvil del bolsillo derecho de su pantalón, y de los nervios se le caerá al suelo”.
Minuto a minuto, hora a hora, todas las incidencias del día me eran anunciadas con breve antelación, de tal manera que me resultaba tan inútil el intento de evitarlas como sustraída en el último instante la natural reacción que cada una debiera depararme.
Supe así, demasiado tarde, que el más alto de los tres individuos con los que me crucé en la trasera del mercado de San Telmo extraería una navaja con la que, consumado el robo, me cortaría la arteria carótida.
Caí al suelo a cámara lenta, la imagen del dolor precediendo al dolor real, mis manos creyendo sujetar una herida por la que aún no había empezado a brotar la sangre. Y antes de que el miedo invadiera todo supe que la mujer que en tres, dos, un segundo aparecería tras doblar la esquina me salvaría de la muerte.
La doctora Estévez, empero, cruzó a la acera opuesta sin reparar en el bulto sanguinolento que sin voz ni fuerzas trataba de llamar su atención. Vagaba sumida en sus pensamientos, tratando a duras penas de variar los hábitos de su jornada y sacudirse así una inefable pero creciente sensación de déjà vu.

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