Cuando fuera interrogado algún tiempo después sobre su supuesto viaje, no dudaría Alejo en asegurar que sin duda lo emprendió, pero que por alguna inexplicable razón era incapaz de recordar nada del mismo. Ni su duración, ni los lugares que visitó. Ni un solo detalle.
Sabía a ciencia cierta, en cambio, que pasaban apenas un par de minutos de las siete de la tarde del domingo 7 de marzo cuando regresó a su vivienda, un apartamento ubicado en la planta quince del número 263 de la avenida Magallanes.
Por todo equipaje portaba a su retorno una maleta de lona color lavanda repleta hasta los topes, que soltó con alivio en el rellano mientras daba con la llave de la puerta y la hacía girar en la cerradura.
Tuvo desde el momento en que traspasó el recibidor la sensación de que algo no estaba donde o como debiera, pero lo achacó a ese velo de irrealidad que nos acoge tras las ausencias prolongadas, esas arenas movedizas que por instantes nos retienen en un estadio a medio camino entre lo que quisimos dejar atrás y lo que devolvemos al regresar.
Avanzó por el angosto pasillo enmoquetado con la maleta férreamente sujeta con ambas manos. A derecha y a izquierda iban desfilando el aseo, el dormitorio principal, el estudio, la cocina… cajones abiertos, repisas vacías, perchas desparramadas por el suelo y sobre la cama de matrimonio. Todo como lo dejó al irse, que era poco más o menos tal como había quedado cuando poco antes que él se fue Estefanía.
Depositó la maleta a la entrada del salón comedor y se sirvió una copa en el mueble bar. Tras comprobar que no tenía mensajes en el teléfono fijo aprovechó para llamar a un restaurante italiano y pedir que le mandaran una pizza cuatro quesos y unas alitas de pollo. Luego se derrumbó en el sofá frente a la imponente cristalera que remataba la estancia.
Tras el mirador se derramaba geométrica su ciudad. La mortecina luz vespertina se desleía allí donde se encendía una bombilla o se iluminaba un escaparate, y se iba orillando por esquinas y callejones a la espera de la noche inminente.
—¡Coño! —exclamó de repente.
Frente a él, apenas a cuarenta metros, al otro lado de una avenida inexistente, se alzaba un majestuoso edificio en todo similar al suyo que desde luego no estaba allí cuando partió de viaje. Y en el piso equivalente al suyo, sentado en un sofá como el suyo, alguien idéntico a él.
Y a su lado, Estefanía.
Descartada la posibilidad de una broma, o la de una recurrente sucesión de casualidades, se limitó Alejo a observar desde la creciente oscuridad de su salón comedor cómo sus imposibles vecinos se hacían arrumacos. Así pasó, de nuevo inadvertida, una porción inconcreta de tiempo.
Luego, en algún momento, sono el timbre de la puerta, pero no el suyo, porque no lo oyó. En el otro edificio su sosías desapareció a través del pasillo y volvió con una pizza y una ración de alitas de pollo.
Más aguijoneado por la curiosidad que por el hambre, Alejo se levantó del sofá y se encaminó hacia el teléfono fijo. Pulsó el botón de rellamada y se interesó por el estado de su pedido: había sido entregado –le dijeron- hacía breves minutos en la dirección proporcionada desde ese número.
Una aplastante sensación de irrealidad se adueñó de él. Se sirvió otra copa y volvió al sofá.
Su otro yo y Estefanía -¿qué más pruebas necesitaba para dar por cierto lo inverosímil?- daban cuenta de su cena imprevista, sin que trasluciera en su comportamiento vestigio alguno de sorpresa o remordimiento por arrebatarle su pedido.
Una creciente oleada de rabia le fue invadiendo. ¿Quién era el otro para restregarle lo que él ya había perdido? ¿Qué derecho tenía esa copia barata a salir impune de cualquier castigo?
Al reclamo de una malévola ocurrencia sacó su teléfono móvil del bolsillo interior de la cazadora. No le costó encontrar el vídeo, al igual que tiempo atrás lo había encontrado ella. Por alguna malsana razón lo visionó una vez más. Sonrió ante la perspectiva de contemplar de nuevo, en esta ocasión en vida ajena y a resguardo de las consecuencias, cómo la expresión de Estefi se trasmutaba, cómo soltaba –soltaría- asqueada el terminal sin conseguir evitar que siguieran resonando por el salón los gemidos de Roxana, los insultos excitados de él. Y luego todo lo demás, el fin.
Seleccionó en la lista de contactos el teléfono de Estefanía, y le envió el vídeo.
Casi siempre lo inevitable prevalece sobre lo imposible, así que casi al instante la mujer del otro edificio recibió un mensaje en su teléfono móvil. Cualquier duda residual sobre su contenido se disipó cuando sin apartar la vista del aparato su sonrisa se fue congelando.
Llegaron después diáfanos incluso en la distancia los requerimientos, las desalentadas explicaciones del infiel, los gritos inaudibles. Y al poco ya estaba la otra Estefi recogiendo sus enseres mientras él –el otro él- la seguía como una sombra indigna.
Luego, lo inevitable: Ella se agacha para recuperar el teléfono móvil del sofá donde lo dejó caer y él la golpea con un cenicero de piedra idéntico al que Alejo tiene frente a él en este momento. Y ella cae y él la sigue golpeando con la determinación de los desesperados.
Horrorizado ante el espectáculo que de forma inverosímil ha propiciado, Alejo marca el teléfono de la policía.
—Un asesinato… Sí, una mujer….Planta quince, apartamento B, 263 de la avenida Magallanes. No tarden, él está ahí aún.
Cuelga. En el edificio de enfrente el asesino permanece de rodillas, quieto, como esperando que la atroz realidad le alcance. De repente se levanta, y con presteza vacía la maleta de lona color lavanda de su novia y la llena apresuradamente con sus propias ropas. Desaparece por el pasillo, rumbo a un viaje que nunca recordará.
La luz del edificio de enfrente se apaga, y Alejo se queda completamente a oscuras. Luego, en algún momento, suena el timbre de la puerta, esta vez sin duda es el suyo. Se dirige con presteza rumbo al pasillo para abrir a la policía, y casi tropieza con el cadáver de Estefanía.
Unos cuantos cuentos más
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