Igual a cero

Cuando, tras ser descubiertos, los amantes se marcharon de su casa -avergonzado él, altanera ella- Arturo Cuadrado se derrumbó en el sofá. No había montado una escena antes ni lloró en ese momento, su cerebro intentando asimilar la traición, descomponiendo la intolerable escena que acababa de presenciar en partidas manejables de motivos, alternativas y consecuencias.

Resultaba evidente que su matrimonio había acabado de acabarse. Tal como estaban las cosas, ni Julia le pediría perdón ni él se lo podría conceder más que nominalmente y ya en la antesala del adiós irrevocable. De hecho, la traición había convertido en impostergable la decisión tanto tiempo aplazada, esa que iba tamizando la progresiva devaluación del día a día. Llegaría pronto, pues, el divorcio, más para constatar el deterioro de la relación que para darle término: sin hijos, sin propiedades ni deudas en común, con sendos trabajos traducidos en nóminas parejas ingresadas en cuentas separadas… Nada por lo que discutir en un tribunal, nada que dividir, compartir o recuperar, salvo ese pasado en diferido al que nos devuelve una sentencia que nos declara libres pero convictos de un error pretérito. No hay más preguntas, señoría.

Y luego, el futuro.

Era de esperar- para quien creyera conocer a Arturo Cuadrado- que ante una situación como la descrita éste se refugiara en su trabajo. Como contable de una empresa textil de cierto renombre podía contar con las pertinentes dosis de estabilidad, rutina y exigencia que un hombre como él precisaba para no pisar en falso y convertirse en una versión relajada o doliente de sí mismo.

Pero, por una vez, Arturo hizo lo contrario de lo que se esperaba de él, aunque paradójicamente fue fiel a sí mismo en la sorprendente decisión que tomó. La fórmula (simplificada) que escribió en su cuaderno de anillas es la que sigue:

Días de vida = Ahorros / Coste por día

Donde “coste por día” era la cantidad de dinero que le permitiera asumir una jornada amparado por un lujo razonable

Donde “días de vida”, capitalizados sus ahorros tras liquidar su patrimonio, arrojaba un resultado de 516.

La mañana siguiente –amanecía apenas- Arturo Cuadrado tomó el primer vuelo con plazas disponibles. Unas horas después almorzaba en el restaurante de un lujoso hotel de Viena, sin más planes ni horarios que los que su propio arbitrio impusiera. No tardó, pues, en visitar París, y luego Nueva York, y los fiordos noruegos, y tantos y tantos sitios que de otra forma no hubiera conocido jamás. Y poco a poco lo que una vez fue, lo que una vez ambicionó y temió, desapareció tras una niebla laxa. Y libre de cadenas y renuncias se sintió feliz por primera vez en su vida.

Hasta que un día se le acabó el crédito. El contable que una vez fue había reservado para la “despedida y cierre” 3000 euros. Tocaba tomar la última decisión: cómo, cuándo y dónde morir.

Por ese concepto tan tendencioso de la elegancia que tenemos los seres humanos, decidió fallecer lo más lejos posible de donde Julia a buen seguro seguía retozando con aquel tipo, así que decidió concertar un vuelo regular a Sidney. Allí conoció a Remedios.

Se reponía ella, tan lejos de su Levante natal, de la última infidelidad de su primer amor por la vía de no esperar nada de los hombres.No tardaron en enamorarse ciegamente.

– Comparte tu vida conmigo. Esto no tiene por qué acabarse antes de empezar –le rogó Remedios en una terraza con vistas al océano Pacífico.
– Para mí es tarde, y desde luego no pienso hipotecar tu futuro.

Esa noche hicieron el amor, y luego él insistió en acompañarla hasta el aeropuerto. Se despidieron sin mediar palabra y la vio atravesar el arco de seguridad, rumbo a Brasilia. A Remedios le quedaban todavía 189 días de vida. A Arturo Cuadrado ninguno.

Autor : Erre Medina

Escribo para ti, así que cualquier comentario será bienvenido.

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