la enfermedad de gómez - relatos breves fritos

La enfermedad de Gómez

La noticia de que su marido había sido diagnosticado de una enfermedad incurable pilló a Renata Ríos en uno de sus días malos.

-Al final te saliste con la tuya- le soltó despreciativa desde el sofá, casi sin mirarlo, cuando éste se lo confesó entre asustados hipidos.

Y antes de que Gómez consiguiera encerrarse en el cuarto del ordenador ya había empezado su santa esposa a enumerar casos de conocidos que, aquejados de un inespecífico dolorcillo o meramente por hacerse un chequeo, habían resultado agraciados por el médico de turno con la asignación de una  enfermedad malaje e irreversible que – quod erat demonstrandum– podrían haberse ahorrado de no solicitar un diagnóstico.

Así, mientras el enfermo consultaba en Google la cantidad y calidad de vida que cabía arrancarle a su recién descubierta dolencia, Renata filtraba bajo el resquicio de la puerta el caso de la tía Magdalena, que siempre gozó de una salud de hierro forjada a base de desayunar pelotas de gofio con queso de cabra y largarse media botella de anís cada tarde. Llevaba  la buena mujer casi cuarenta años sin pisar un consultorio médico cuando, por hacerle caso a las admoniciones de su sobrino, a quien no le parecía normal su progresiva bajada de peso y el color amarillento que estaba cuajando en  sus ojos, dejó en mala hora que la llevaran al médico. Dos meses después fallecía de un cáncer de páncreas que hubiera podido evitar tan sólo impidiendo que algún matasanos le diera carta de naturaleza.

Hacia la medianoche dejaron de desfilar por fin de labios de Remata los casos tremebundos de tantos seres humanos cuyas vidas habían resultado malparadas por recurrir a la ciencia de Galeno. Cuando algo más tarde escuchó roncar a su esposa, Gómez salió del cuarto del ordenador, se quitó los zapatos y de puntillas fue a la cocina, donde cenó unas salchichas frías y dos cervezas. Luego se acostó.

Pero no podía dormir

La mañana siguiente la empleó la señora Ríos en poner al día a todo su círculo familiar y afectivo de la devastadora noticia: Su marido se moría y decían los especialistas que nada se podía hacer. Ella intentaba –y aquí bajaba la voz o alternativamente separaba el auricular del teléfono de la boca- hacerse la fuerte ante su esposo, desmentir con su comportamiento despreocupado la angustia que le provocaba la inminente pérdida. Y es que Gómez, pese a haber recorrido en su compañía las consultas más prestigiosas del país, ignoraba –pobrecito- el real alcance de su enfermedad.

Sobre la mesa de la cocina hallábanse desparramados los papeles con las pruebas médicas y el diagnóstico firmado por un tal doctor Páez, los cuales esa misma madrugada la mujer había encontrado en el bolsillo interior de la gabardina del enfermo. Había ido subrayando Renata algunos términos, preferentemente polisílabos, cuyo significado se le antojó tenebroso y mortal de necesidad, y con los que luego adornaba de forma aleatoria las malas nuevas que iba transmitiendo a todos los integrantes de su agenda, por estricto orden alfabético.

-Si, hija, las transaminasas por las nubes. ¿Y quién tiene ánimo a estas alturas para negarle un buen bistec o un vasito de vino, si ya ningún mal puede hacerle empeorar?

Empezaron a desfilar por la casa docenas de familiares,  conocidos y curiosos que venían a ver a Renata para que les pusiera al día de los avances y pormenores de la enfermedad. A fin de que el pobre Gómez no fuera consciente de su condición de desahuciado, las conversaciones se mantenían entre murmullos, lejos de la habitación del ordenador donde se le había instalado un plegatín al enfermo para que pasara sus últimos días entretenido y a la vez ajeno a lo que se le venía encima.

Mas como fuere que transcurrían los días y no se producía el fatal desenlace, poco a poco fue remitiendo el interés por la evolución del paciente y por el estado de total desprotección en que quedaba su inminente viuda, sin hijos ni años cotizados. Las visitas se fueron espaciando, y las pocas llamadas que las sustituyeron remitían el próximo contacto a la notificación indubitada del fallecimiento de Gómez por parte de la esposa o su portavoz autorizado.

Y a Renata, finalmente sola en su dolor, ignorada como una mala enfermedad, se la llevaban todos los demonios. Recorría a grandes zancadas el pasillo y maldecía al doctor Páez, y a las transaminasas, y al cartero que con burlona sonrisa le entregaba cada semana en mano una postal de Gómez desde Salvador de Bahía.

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