la fila - relatos breves fritos - cuentos y relatos cortos

La Fila

–¡No llego! –Exclamó XX.

El concierto de K&M se había estado anunciando durante semanas en casi todos los medios de comunicación, por lo que cabía prever aglomeraciones en el punto de venta de entradas. Pero con lo que no contaba XX es que se formara una cola de tales dimensiones como la que empezaba a ser visible incluso desde la ventana de su propia habitación.

–¡No llego, no llego! –Repitió el joven, mientras se echaba algo de ropa encima.

Salió de la casa a toda prisa tras despedirse a distancia de su madre, que estaba en la cocina preparando dulces de mazapán para las inminentes fiestas navideñas. Bajó los peldaños de la escalera de dos en dos mientras palpaba el bolsillo trasero derecho de sus tejanos a fin de comprobar que portaba la cartera encima. Alcanzó la calle y de unas pocas zancadas se integró en la fila, que ya rebasaba a esas alturas el portal de la vivienda familiar.

Cuando recuperó el resuello se puso de puntillas y oteó inquieto la acera por encima de las cabezas de los que le precedían. La hilera de gente se extendía a lo largo de dos manzanas, para perderse luego, ya difusa, tras la esquina, a la derecha.

–¡Qué barbaridad, joder! –exclamó, a medio camino entre la admiración y la contrariedad, al contemplar el gentío. Una mujer de edad similar a la de su madre se giró desde un par de puestos más adelante y miró con desaprobación al muchacho.

A XX empezó a preocuparle la posibilidad de que el aforo del recinto donde se iba a celebrar el evento no fuera suficiente para acoger a tantas personas. Se recriminó para sus adentros por no haber madrugado y por dejarlo todo –como siempre- para el último momento. Y es que por nada del mundo se perdonaría ser el único de la clase que no asistiera al concierto del sábado ¡Con lo que le había costado que sus padres le dieran permiso!

Buscó -más por darle esquinazo a la preocupación que porque albergara demasiadas esperanzas al respecto- alguna cara conocida entre la ordenada formación de gente, y fantaseó, claro, sobre todo, con toparse con YY. Con toparse con YY y reunir, a salvo de las risillas preventivas de su inseparable corrillo de amigas, el valor para entablar una conversación con ella, sobre cualquier cosa.

Pero XX no vio a YY  en la fila, ni a nadie que conociera o le resultara familiar. 

Lo que sí vio –y si no le extrañó más en aquel momento se debió a que como hemos dejado dicho el muchacho tenía la cabeza en otra parte-  fue un número significativamente elevado de personas con las que nunca se habría imaginado compartiendo una cola para comprar entradas de un concierto de K&M. Y es que los componentes de la formación no podían resultar más dispares  desde toda perspectiva.

Pero esto, con todo, no era lo más chocante. Lo más chocante era que buena parte de  sus compañeros de fila (guiris, ancianos, dandis, militares, mendigos, al menos un par de monjitas, etcétera) no participaban en absoluto del espíritu festivo que uno esperaría encontrar entre quienes están a punto de hacerse con la entrada para un concierto del grupo de moda. Antes bien al contrario, se les veía a unos angustiados, a otros  mohínos,  a casi todos intranquilos o desubicados. Y aún cabría añadir más: Algunas de las personas que se incorporaban a la cola lo hacían con los ojos arrasados en lágrimas y el semblante caliginoso, como si nada les resultara más triste (como si nada les resultara más inevitable) que sumarse a la procesión de gente que en inquebrantable formación atravesaba la ciudad.

La fila, a todo esto, avanzaba a buen paso. También crecía, de manera exponencial. A XX se le escapó un silbido cuando se le ocurrió mirar atrás y constató que no se divisaba ya el final. Tal era la riada de gente que integraba la hilera que los viandantes se detenían asombrados cuando se la cruzaban, y lanzaban exclamaciones y preguntas, y hacían fotos, y ajustaban el paso, uno dos, uno dos, al de la formación, durante un trecho, muertos de curiosidad y en cierta medida de envidia.

Finalmente alcanzó XX la esquina con la calle Fontana, y torció a la derecha. Miró a lo lejos, por calcular el tiempo que aún le faltaba para llegar a su destino. Y sólo entonces se dio cuenta del error que había cometido.

Y es que la fila con la que avanzaba el joven no desembocaba en el punto de venta de entradas, sino que pasaba de largo, por delante del mismo, y seguía (y seguía) hasta perderse por la avenida Asuncionistas. De hecho, del establecimiento comercial salía su propia cola, escuálida y festiva, en la que para colmo de males reconoció XX a ZZ,  un compañero de clase que no le caía especialmente bien.

Su primer instinto, claro, fue apearse de la cola en la que estaba para incorporarse a la otra. Pero ello le habría hecho quedar como un idiota ante ZZ, a quien le faltaría tiempo (“no os vais a creer lo increíblemente estúpido que puede llegar a ser XX. Estaba yo…”) para dejarle a caer de un burro ante todo el instituto.

Y había otra razón, ésta más turbia, para no proceder al transbordo de filas. Tenía que ver con la incipiente necesidad de saber a qué lugar (a qué propósito) le acabaría llevando aquella cola por la que erróneamente se había decantado. 

Y porque además -concluyó XX- un destino al que quiere llegar tanta gente no puede ser cualquier cosa.

Decidió, pues, continuar en la hilera, que le alejaba paso a paso del punto de venta, de las calles habituales, de la jornada prevista, etcétera. Tiempo habría –trató de convencerse- para comprar la entrada a la vuelta, una vez resuelto el enigma.

La fila, mientras, encaró la avenida Asuncionistas, y después subió por la calle Trece de Octubre, desde donde tomó la paralela a la autovía de circunvalación, de la que salió al cabo para enredarse en un tortuoso camino de tierra que no parecía llevar a ninguna parte. Y antes de que el sol terminara de caer, ya la ciudad quedaba a sus espaldas, reducida apenas a un espectro lumínico que teñía de tonos  magenta y azul las nucas de los compañeros que le precedían.

A  medida que sentía crecer el cansancio y la distancia, la inicial curiosidad de XX fue mudando en  desasosiego. No tenía ni idea de dónde estaban ni  aún menos de a dónde iban, ni columbraba un desenlace lógico para aquel desatino, para aquel éxodo obstinado e insensato de gente. Ni quería imaginarse, sobre todo, lo preocupados que estarían a esas horas sus padres.

Acabó por llegar una total oscuridad, y como nadie dio orden de parar se fueron sucediendo los tropezones, y luego algunos murmullos. Llegaron, tan raudas como previsibles, las primeras deserciones. Algunas siluetas aprovecharon la indulgencia miope de la noche para saltar a la cuneta y luego descender por la ladera, hacia las luces titilantes, y perderse (y volver a casa). XX hizo ademán de seguirlos, pero alguien situado a su espalda le sujetó del brazo.

–Volverán –le susurró quien resultó ser un hombre de mediana edad y ojos desolados. Vestía una sudadera rancia y extremadamente holgada en cuyo interior parecía menguar por momentos–. Cuando descubran que fuera ya no hay nada, volverán al final de la cola.

–¿Como usted? –preguntó el joven.

–Como todos, tarde o temprano.

–¿Y qué quiere decir con eso de que fuera ya no hay nada?

Alguien chistó, desde algún lugar de la fila. Y el hombre de la sudadera ya no abrió más la boca.

Cuando amaneció había transcurrido una eternidad. Para los que aún permanecían en la formación (la inmensa mayoría) todo parecía haber quedado drásticamente atrás o bien estar alojado en un futuro inalcanzable. Las vivencias y expectativas que una vez tuvieron fueron quedando sepultadas, ese día y los venideros, bajo el rítmico sonido de los pasos al marchar. Y la existencia, la vida, se redujo en lo sucesivo a manejarse con cordura entre los cauces de la inercia, a no salirse de la fila, mientras se sucedían salvajes e implacables las jornadas y se extremaban las dificultades del camino.

–¡Allí! —Gritó alguien un día, cuando ya nadie esperaba nada. Y todos levantaron la vista.

Apoyada contra el horizonte, intangible y bella de tan lejana, una ciudad de cristal y acero refulgía contra el sol desconfiado del amanecer. Y todos en la fila, que hasta ese momento nada sabían sobre casi ninguna cosa, supieron que aquél era el destino del viaje.

El día que avistaron la ciudad también comenzaron las alucinaciones.

Cada jornada, mientras caminaban hacia la ciudad remota, algunos miembros de  la fila comenzaban inopinadamente a delirar, los ojos abiertos a otra realidad. Y durante minutos, o a veces horas enteras, reían o lloraban o conversaban o hacían promesas a seres que sólo ellos veían, o cantaban canciones que nadie recordaba haber escuchado. Luego despertaban, desconcertados, desconsolados, y de nuevo regresaba la mirada al suelo, a las huellas que les precedían. Y otros en la formación empezaban entonces a ensoñar.

En el caso de XX, las alucinaciones le arrastraban por los rincones de una ciudad que no podía ser sino aquélla a la que se dirigía con el resto de la formación. Se veía a sí mismo en cada una de ellas, con diferentes edades, participando en episodios desordenados de una vida que nunca había llevado a cabo. Luego, sin mediar aviso ni misericordia, su conciencia volvía a la fila, y mientras seguía caminando trataba de recomponer y dar sentido a las piezas, de reordenar las vivencias y anticipar lo que aún faltaba por acontecerle (lo que aún le faltaba por recordar) en esa ciudad a la que nunca conseguía llegar.

Y así, mientras soñaba que vivía, fue envejeciendo.

Llegó el día en que XX hubo de asistir a su propia muerte. Fue arrancado de la fila para despertar exhausto, viejo y empapado en sudor en una cama impoluta, rodeado de los desconocidos con los que había venido soñando tantos años, y que lo miraban con cara de inconfundible  preocupación.

–Estoy aquí –le dijo YY, cogiéndole de la mano.

El anciano miró a la mujer, con ternura, y también lo hizo XX a través de sus ojos.

–Tanto tiempo, y para nada —le respondió el moribundo, apenas por decir algo, apenas por retrasar el silencio irremediable que volvía para interponerse entre los dos.

Luego inclinó la cabeza sobre la almohada, que olía a hierbabuena y dulce de mazapán, y cerró los ojos. Y ya en el umbral de la muerte soñó, como tantas otras veces, que caminaba sin tregua  en una fila interminable, al borde de sus fuerzas, por parajes y motivaciones que no parecían llevar a ningún lado. Y soñó que por fin conseguía entrar en la ciudad (que por fin conseguía volver a su ciudad), dispuesto a hacerse cargo de tantos recuerdos malgastados como dejó atrás.

Autor : Erre Medina

Escribo para ti, así que cualquier comentario será bienvenido.

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