Tras vagar durante una pequeña eternidad, interpretando mis pies un viaje hecho de furia y hastío que debería haber tenido lugar sólo en términos de tiempo, comprendí que estaba irremediablemente perdido. Las callejas donde fui a parar, -salpicadas aquí y allá de peligrosas incógnitas, de cuchicheos y rostros a un paso de una fatal decisión,- conformaban un dédalo inextricable sin afluente principal a cuya corriente acogerme. Me pareció escuchar, aunque puedo estar equivocado, que otros pasos se incorporaban al ruido de mis pasos, acoplados, cada vez más rápidos. Empezó entonces, además, a llover, como por darle coartada a mi huída en caso de que ésta no tuviera sentido.
Reparé en algún momento en el viejo teatro que venía a coronar un callejón sin salida, las luces de neón anunciando a los improbables transeúntes una función que en mi estado de agitación no consulté. Yo sólo buscaba refugio de la lluvia y el miedo, así que compré la entrada a un taquillero de piel cetrina que me devolvió el cambio sin mirarme, concentrado en una película del oeste en blanco y negro que visualizaba en un televisor minúsculo con enormes antenas.
Contrariamente a lo que cabría esperar, y pese a que el aforo del recinto era reducido, no conseguí divisar en la semipenumbra una sola butaca vacía. Hube de consultar la fila y asiento impresos en el ticket para encontrar mi sitio, al que me encaminé concitando la atención del respetable, más interesado por alguna razón en mi presencia que en la obra que se desarrollaba sobre el escenario.
Y cierto es que la representación no estaba ni por asomo a la altura de la afluencia de público. Una única actriz, de avanzada edad, desgranaba entre sollozos un monólogo incoherente que transitaba de las apreciaciones a los recuerdos para luego gestionar propósitos y agradecimientos. Declamaba la anciana, eso sí, en un tono cercano, dirigiéndose a unos y otros como si los conociese o le resultaren diáfanos. Detuvo hacia el final de su alegato la vista en mí –o eso creí- durante unos segundos, para lanzarme la siguiente admonición:
– Nunca está perdido el que sabe a dónde quiere ir ni el que distingue entre destino y tiempo presente. Si llegaste aquí, más por evitar lo accesorio que por buscar lo esencial, pon en orden el pasado para hacerle hueco al mañana.
Y dicho esto se levantó con esfuerzo de una silla destartalada y entre grandes aplausos se dirigió hacia la salida de emergencia situada al fondo del escenario. Aspiró profundamente antes de empujar la barra que accionaba el mecanismo de apertura y salió a la calle. Fuera seguía lloviendo, y ya había anochecido.
Se redoblaron los aplausos, y no cesaron mientras un joven de aspecto descuidado sentado unas butacas por delante de mí se levantó como un resorte al iluminarse su fila y asiento en un marcador electrónico colgado del techo. Subió al escenario e hizo lo que luego supe que hacen todos: intentar abrir sin éxito la salida de emergencia. Luego se sentó en la vieja silla y con voz temblorosa empezó a desgranar la historia de su vida, sus miedos y sus más sucios anhelos, y –por supuesto- cómo un mal día se perdió y acabó en aquel teatro.
No sabría decirles si transcurrieron horas o acaso días hasta que un nuevo espectador ocupó la única bucata vacía del teatro. No quiero pensar demasiado en todo eso y prefiero destinar los últimos amarres de mi lucidez a poner en orden la historia de mi vida, a fin de que resulte interesante a los demás cuando me toque subirme al escenario.
Autor : Erre Medina