Rosita me ve entrar en el restaurante y agita la mano desde una mesa ubicada en una zona discreta del local. Su sonrisa –al menos a lo lejos- se me antoja sincera, como si descansara sobre una continuidad de encuentros previos, como si no me acabara de convocar de entre la bruma, desvalido y sin referencias.
Respondo, por seguirle el juego, encogiéndome de hombros, como disculpando con despreocupación una tardanza que no me es achacable y que a lo mejor ni tan siquiera existe. Al fondo del establecimiento un ventanal gigantesco se estrella contra una calle mal iluminada. Creo, deseo (aunque lo segundo no les parezca relevante) que la ciudad cuyo trasiego se comprime tras el cristal es (sea) mi ciudad.
Avanzo hacia Rosita entre el metálico devastar de las cuberterías ahítas, aún demasiado lejos para tratar de deducir a partir de los estragos de su rostro el tiempo que ha transcurrido desde la última vez que me tuvo en consideración.
La última vez, la última vez…, repito para mí con tesón de conjuro; es difícil establecer la cronología de los acontecimientos cuando tu memoria se asemeja más a la caprichosa pulsión con que se elige una prenda del armario que a la mesurable erosión de las expectativas a la que usted –si es que hay un usted tras estas líneas que un tercero escribe- sin duda está habituado.
Me sobrevienen a cambio secuencias, siempre con Rosita de algún modo presente, desordenadas esquirlas de instantes vividos que trato de reconstruir a partir del deterioro de nuestros cuerpos y afectos.
La veo por ejemplo con veintipocos años corriendo hacia mí, tras soltar con alborozada despreocupación sus maletas en el andén. Yo la espero bajo el reloj de la estación de tren de una pequeña ciudad del interior del país, con el alma y los brazos abiertos durante una de esas porciones de eternidad que el tiempo cuaja en recuerdos. Luego viene el abrazo interminable, los besos que son mil veces el mismo, la vana esperanza de retener la felicidad que comparten los amores primerizos, etcétera.
Me consta – no me pregunte por qué, hipotético lector- que yo me hallaba en esa ciudad porque aproximadamente un par de años atrás había aceptado un puesto de redactor en un pequeño periódico local a cambio de trasladar mi residencia varios cientos de kilómetros y postergar, entre otras cosas, la fecha de nuestra boda. Y mientras esa tarde esperaba a Rosita bajo el reloj de la estación sólo podía pensar en que pronto sería yo el que tomara un tren de vuelta, a reclamo de un puesto relevante en alguno de los diarios de referencia de mi ciudad.
Del tiempo que vino tras el reencuentro con Rosita apenas recuerdo días iguales, supongo que deteriorados por la postergación de las expectativas. Los trenes regresaban una y otra vez puntualmente sin mí a mi ciudad, y todo empezó a parecer inalcanzable.
Luego, en algún momento, descarrilé al fin. Las vivencias perdieron finalmente toda persistencia y se tornaron difusas y desvinculadas entre sí, cercenadas por el insaciable telón de esa bruma que sin miramientos me escupe o me reclama desde entonces.
Rosita se levanta apenas de la mesa y me ofrece una mejilla para que la bese. Calculo que apenas –ya- sobrepasa los cuarenta, así que echo cuentas de tiempo perdido mientras hago un comentario cortés sobre lo bien que se la ve. Nos tanteamos, con cautela, e iniciamos durante los entrantes un breve repaso por la vida del otro en el que hay mucho de ella y poco de mí. Al fin y al cabo, ¿cómo podría ser de otra manera? Ella es ahora la escritora de éxito que yo nunca fui.
No alardea más de lo debido en el relato de sus muchos logros, eso hay que reconocérselo, pero me parece detectar cierto desdén ventajista cuando me pregunta sobre mis progresos en el periódico del que nunca conseguí salir.
–Un poco como siempre, a dos o tres defunciones de ser subdirector de la edición digital —contesto, y temo que al hacerlo esté convirtiendo en realidad mis palabras.
Descendemos después por los recuerdos comunes (o los que debieran serlo), momento en que me veo impelido a deslizar alguna justificación en prevención de reproches que no llegan más que de soslayo: Prioridades equivocadas, demoras, ausencias, y alguna sospecha mal desmentida de fugaces infidelidades. Todo lo que propició nuestro fin explicado como parte de un contexto, engarzado a través del hilo de un relato artificioso. Rosita me mira y asiente, pero no con los ojos.
Atacamos el tartar de salmón al eneldo en silencio. Me asaltan (¿me suministran?) mientras tanto escenas de tristeza sepultada por la puerta que día tras día se cierra rumbo a la redacción, de decisiones fantaseadas mil veces bajo las sábanas quietas. Finalmente, inevitable, el adiós. Rosita que vuelve, que volvió, a la ciudad que un día fue la mía también. Y luego, poco a poco, irremisiblemente, llegó la bruma, y nada de lo que debía pasar pasó.
Salvo el tiempo, supongo, que sigue transitando y que sólo a veces hace parada en mi estación.
Como se demoran con los segundos platos, y decidido a aplazar la indescifrable finalidad que le supongo a este encuentro –y mi seguro y tal vez definitivo retorno a la bruma-, le pregunto a Rosita si tiene algún nuevo proyecto literario entre manos. Creo jugar sobre seguro, más juraría que percibo un leve embozo de reticencia en su expresión antes de responderme.
—Imagina un pirata…
Como lo oyen. Una de piratas. Pero antes de que consiga disimular la sonrisa burlona con que acojo lo que parece una broma o un disparate, la hija de Satanás comienza a llevarme hacia el matadero.
—Imagina un pirata. Sí, como los de las películas, no te burles, espera. Nuestro pirata aparece de repente, no sabe mucho más, sobre la loma de una isla que le ha regalado el capitán de su barco como premio por su fidelidad sanguinaria de tantos años, qué se yo. Lo importante aquí es que el pirata mira desde lo alto la isla magnífica que le han regalado, y es incapaz de asimilar, y no digamos ya de disfrutar, su regalo. Quiero decir, sabe que la isla es suya, sabe quién y por qué se la han regalado. Pero no sabe qué hacer con ella, no es capaz de explorarla, de recorrerla, de disfrutarla. Comprende –o al menos lo comprende el lector- que ha perdido la capacidad de arrastrar las jornadas, de atraer los acontecimientos. Que se ha quedado clavado en el tiempo, en barbecho, desterrado del interés, desplazado de la vía donde el destino deposita los acontecimientos.
—Que ha descarrilado, vaya.
—Digámoslo así. Mi idea es reunir en un libro de relatos historias que –como ésta— graviten sobre el momento en que un personaje secundario es dejado atrás por la historia principal. Es decir, aquí el corsario le concede un premio de jubilación a uno de sus esbirros, por así decirlo, y deja al fulano en su isla mientras su bajel y el relato que sigue el lector zarpa en pos de nuevas aventuras. Pero, ¿qué pasa con las historias que cercena, que deja atrás cada página?
—El espejo cuando nadie lo mira.
—O la luz de la nevera al cerrar la puerta, exacto.
—No sé, Rosita —interviene él, molesto— Es un punto de vista innovador, no lo niego, pero a mi parecer lo lastra un error de base. Porque, al convertirlos en el eje de un relato, ¿no dejan los secundarios de serlo para convertirse en protagonistas? Pongamos por ejemplo a tu pirata: vale, sí, no puede gestionar su regalo porque está constreñido dentro de los límites que le confirió el relato original y bla bla bla. Pero haga o no haga nada, el hecho cierto es que si centras el relato en él lo conviertes en protagonista del mismo, y al hacerlo, aunque sea por omisión, le dotas de una finalidad y un destino propio. ¿No crees?
Sé que no es el dueño de sus palabras, y debiera sentirme miserable por haberle llevado al humilladero, mas no puedo evitar sonreir.
—Yo no lo hubiera dicho mejor. Aunque, claro, te estás olvidando de una pregunta esencial.
—No sé que quieres decir —miente.
— ¿Qué le pasa al personaje principal cuando el secundario ocupa su lugar en el relato?
Y ya no le dejo decir nada más. Saco del bolso el convenio regulador del divorcio y lo deslizo sobre la mesa. No lo lee (sabe que sus cláusulas son irrelevantes) antes de firmar junto a cada cruz. Se levanta luego y me mira, como supongo que alguna vez le miré yo cuando me sepultaba con su ausencia bajo una puerta de olvido que no sabía si volvería a abrirse para mí. Abandona lentamente el establecimiento, los hombros vencidos. Le veo perderse al otro lado de los cristales del restaurante, entre la bruma de una ciudad que una vez fue suya.
Autor : Erre Medina