No es mucha la gente que sabe que pocos días antes de volverse loco, Reed McMartin estuvo a punto de morir atragantado por una de las deliciosas tortitas de arándanos que todavía sirven en el Mel`s Diner.
Fue cuando el televisor del establecimiento, que sintonizaba una cadena local, estaba narrando una noticia relativa a la enorme suerte de un conciudadano, a la sazón único acertante de la lotería Powerball a nivel nacional y ganador de una cantidad indecente de dinero. El agraciado, que algunos recordaban haber visto recogiendo cachivaches en contenedores y descampados, posaba para la prensa con su sonrisa desdentada y el boleto premiado en primer plano. Fue entonces cuando Reed empezó a toser estrepitosamente.
-¡La abrí yo! ¡Eso no es tuyo! – aseguran los parroquianos que vociferaba al borde del ahogamiento, mientras agitaba un billete de diez dólares y señalaba al televisor como si fuera evidente el motivo de su alteración. Aún seguía trasegando harina de maíz de forma angustiosa y violenta cuando arrancó el coche y partió a toda velocidad vaya usted a saber a dónde.
Cuando volvimos a saber de él, Reed McMartin ya se comportaba como un maldito lunático. Dejó de relacionarse con los vecinos y de acudir a misa y a actos sociales, desatendió la propia higiene y un negocio familiar de venta de neumáticos, obligando a su propio hermano a despedirle. Nunca explicó el motivo de tan extremo cambio. Las pocas veces que estaba lo suficientemente locuaz o borracho para intercambiar algunas palabras con sus congéneres soltaba frases inconexas y delirantes sobre cápsulas del tiempo y tesoros ocultos.
Y un tesoro oculto parecía haber empezado a buscar desde ese día el bueno de Reed en la misma playa donde antes solía pasear con su perro. Con demencial puntualidad, aun el sol entreverado en la noche pretérita, aparecía con su pala y su linterna y durante horas interminables excavaba con el tesón de los locos. Repitió esta rutina durante algo más de siete años, acumulando en su casa todos los desperdicios que la resaca del mar tenía a bien depositar en la playa.
Un día, sin más, Reed McMartin desapareció.
Nadie le vio marchar, y si lo hizo por su propio pie y voluntad nada se llevó con él. Diose en pensar que se lo había tragado la marea, o que la insania de su desespero le había llevado a cometer una locura irreparable, así que imaginarán nuestra sorpresa cuando un par de años después de estos hechos le vimos entrar en el Mel’s Diner con el mejor humor y aspecto que se puedan imaginar.
-¡Qué hay, Zack! – me soltó, como si hubiéramos estado jugando a los dados la noche anterior. Y con toda la naturalidad del mundo se pidió dos tragos largos de ron.
Ya no se volvió a ir del pueblo, ni recayó en su locura. En los días siguientes limpió, reformó y amplió la casa, cambió su viejo coche por un deportivo europeo y en general hizo alarde de un tren de vida nada desdeñable. Se mostraba espléndido y lleno de vida, aunque no había manera de que soltara prenda sobre los incidentes que tenían en constante especulación los mentideros de la localidad.
-Sólo se trataba de encontrar la lógica a las mareas – respondía guiñando un ojo pícaro cuando le preguntaban por el origen de su súbita fortuna. En algunas ocasiones, se veía impelido a añadir a modo de aclaración admonitoria: -Haced siempre caso a los mensajes que viajan en botellas de cristal, por muy inverosímiles que os resulten, salvo que queráis probar el sabor ácido de la desesperanza.
Pese a su buen ánimo, tantos años de excesos y locura a los pies del mar habían quebrantado su salud, así que Reed McMartin falleció pocos años después tras una enfermedad pulmonar que le tuvo dos meses postrado en cama. Entre los asistentes a su entierro no tardó en hacerse notar un sujeto cuyas profundas arrugas contradecían una edad no demasiado avanzada. Las miradas de los asistentes no dejaban lugar a duda alguna: tratábase de un perfecto desconocido, tanto para los vecinos como para la familia del finado. Trató el forastero de ser todo lo discreto que las circunstancias permitían, manteniéndose en las últimas filas y esperando al final para mostrar sus respetos al difunto, lo cual no impidió que muchos asistentes le vieran deslizar un sobre en uno de los bolsillos de la americana del finado.
Dentro estaba una copia de la breve nota que Reed introdujera años atrás en la botella, harto de esperar una segunda oportunidad que no llegaba. También hallaron el recorte de periódico con los números premiados en la lotería, el billete de diez dólares y una tarjeta con la dirección donde quería que el incierto destinatario le remitiese el cheque por el cincuenta por ciento del premio.
Autor : Erre Medina