Comenzó por la copa, tal y como se recomienda en El Gran Libro de los Bonsáis. Con una tijera de pinzar procedió a defoliar de forma implacable la parte superior del haya, adelgazando a picotazos el frondoso desbarajuste.
Era relativamente temprano, pero un sol creciente de primavera se colaba ya a través de las imprecisas ventanas, desparramándose insolente por la estancia y pasando revista, de este a oeste, a las estanterías pobladas de diminutos árboles marchitos.
Una vez hubo despejado la zona apical de la planta, tomó la podadora cóncava y fue liberando el tronco de todo lo que se le antojó superfluo o disonante, ora amputando las ramas desde su nacimiento, ora cercenando los tallos a la altura de sus primeros nudos, a fin de evitar indeseados rebrotes.
“Un árbol no se convierte en bonsái cuando se hace pequeño, sino cuando es incapaz de volver a crecer”, recoge acertadamente el primer capítulo de El Gran Libro de los Bonsáis, previniendo a los neófitos sobre el exceso de mojigatería a la hora de podar.
Tras tantos fracasos como los que se agostaban en sus estanterías no era cuestión de contravenir la opinión de los expertos, así que siguió cortando y cortando, y no se detuvo ni tan siquiera cuando hubo más del árbol en el suelo que sobre la maceta.
–Ya estamos todos –le apremió a voz en grito una voz infantil, a lo lejos–. Baja, que siempre nos haces esperar.
Sonrió, a su pesar, y pensó en responder “en nada voy”, aunque fuera con varios años de retraso. Pero en su lugar volvió a concentrarse en la labor. Tenía el pálpito de que esta vez… Esta vez…
Cada poco tiempo interrumpía el trabajo y retrocedía unos pasos, casi hasta situarse en el dintel de la puerta, para tomar la debida perspectiva. Y desde allí anticipaba con los ojos entrecerrados la forma en que el árbol le esperaba bajo sus caprichos de ramajes y hojas. Con la cabeza ladeada reseguía trayectorias o adivinaba perniciosas tendencias, y luego volvía junto a la mesa de caballetes y daba aún un tajo aquí o arrancaba un par de hojas allá. Y giraba luego la maceta, unos pocos grados cada vez, y seguía y seguía reduciendo el pequeño haya, confinándolo en sus nuevos límites.
Comenzó, débilmente al principio, a reverberar entre las callejas del Pueblo, a varios cientos de kilómetros, el inconfundible sonsonete monofónico que anunciaba el paso del camión de los helados, y a su reclamo retumbaron puertas, peldaños y gritos que apresurados salían a recibirle. Y era como si hubiera llegado antes de tiempo el verano al lugar equivocado, porque un difuso olor a brasas y salitre, a canela en rama y bronceador, empezó a levantarse a media altura, como un leve chapoteo.
Cuando consideró que el bonsái había adoptado la apariencia deseada, procedió a arrancar con los dedos, a pellizcos, la hierba montaraz que asomaba entre sus desproporcionadas raíces. Y luego rebajó, aplanándolo con la palma de la mano, el inoportuno montículo que comprometía el liviano desnivel que llevaba del árbol hasta la pequeña casa. Y eliminó los horribles bloques de apartamentos que fueron levantándose durante cada una de sus ausencias, así como el monstruoso centro comercial que ocultaba el viejo espigón, y las tiendas y restaurantes con rótulos en extranjero. Y reverdeció las hileras de álamos que acompañaban el sendero de tierra que descendía hacia la playa, y redujo la barahúnda del tránsito, y las prisas, y los sincopados estruendos que escupían los porches. Y devolvió, según la lógica de los recuerdos, a cada uno de los sobrevivientes de la memoria su sitio, su papel y su edad.
Y cuando todo esto hizo tomó en brazos, con cuidado, la maceta, y la colocó sobre el alféizar de la ventana, para ver el resultado a la luz de un sol desproporcionado. Entonces retrocedió, unos cuantos pasos y después otros tantos más. Y cuanto más se alejaba más evidente era el parecido, o acaso menos visibles las insoslayables diferencias con lo que una vez fue.
–Cada día llegas más tarde –resopló una voz infantil, a su espalda. Y otras se sumaron a continuación a la festiva protesta, hasta improvisar un corro reivindicativo.
–Pues no perdamos más tiempo, entonces –respondió.
Echó a correr, y el resto de niños detrás. Y entre risas y bravatas se les vio perderse en dirección a la playa, por el viejo camino de tierra flanqueado por álamos falsos incapaces de crecer.
Autor : Erre Medina