Plagio en dos actos

—¿Vamos a tener un problema, Quique? —preguntó con circunspección Pacheco mientras deslizaba un abultado sobre a lo ancho de la mesa de reuniones de Discos 86.

Pese a que le había sido anunciada la gravedad de la situación, el archiconocido cantante y autor Quique Lafuente no pudo evitar sonreír mientras recibía el bulto. Su mánager siempre había mostrado una desmedida vocación para la sobreactuación y las frases lapidarias, y en momentos de crisis no podía evitar sacar al personaje de novela negra que llevaba dentro. Ver tu nombre junto al membrete de un juzgado, empero, le quita el buen humor al más pintado, así que el destinatario del legajo inspiró con determinación, sacó del sobre ya abierto la demanda y empezó a hojearla, ligeramente abrumado ante la avalancha de formalismos y términos legales. Aquí se sintió en la obligación de intervenir el abogado, también presente en la reunión a instancias de Pacheco.

—Es una demanda de plagio interpuesta contra usted, don Quique, por un tal Guillermo Sáez.

—¿Y ese quién es?

—Un donnadie que quiere enriquecerse a tu costa, seguro  —terció Pacheco—. Nuestros abogados le darán lo suyo cuando llegue el momento.

—Pues no veo a nuestro abogado tan optimista. Perdón, ¿señor…?

—Lillo… Mauricio.

—¿Qué opina usted, don Mauricio? ¿Le van a dar lo suyo a este caballero?

El letrado carraspeó, visiblemente incómodo.

—Usted me disculpará, pero la experiencia me ha enseñado a hablar únicamente a la luz de las pruebas y los hechos. Y el hecho es que le demandan por una cuantía de siete millones de euros, acusado de haber plagiado la canción que lleva por título (aquí se detuvo para consultar sus notas) “a destiempo”. Las pruebas que se aportan de contrario para sostener la reclamación, a falta de las habituales sorpresas que podemos contar con encontrarnos a lo largo del procedimiento, son lo suficientemente sólidas para al menos tomarnos en serio la petición. En concreto me preocupa la enorme similitud entre ambas composiciones, que difícilmente podremos encajar en la habitual línea de defensa de la coincidencia plausible entre obras del mismo género musical. Y tampoco nos beneficia el hecho de que el demandante registrara la suya casi un año antes que usted su versión.

—Mi versión…

—Su composición, quería decir.

—¿Puedo escuchar la otra?

—Yo la tengo en el Iphone –se aprestó a intervenir el mánager, manipulando un lujoso terminal con sus enormes manazas.

Los acordes no tardaron en expandirse por la sala. Se trataba de una grabación casera, mucho ruido, guitarra y voz. El intérprete, estaba claro, ni era un virtuoso de las seis cuerdas ni pretendía nada más que afinar lo justo para asentar la melodía principal, sin alardes ni engolamientos. Todo ello hacía pensar en el típico compositor que ofrece su repertorio a terceros. Al propio Quique le llegaban habitualmente y por todos los medios enlaces a páginas, pendrives y hasta cd`s que contenían o conducían a un repositorio caótico e interminable de canciones sin arreglar pendientes de intérprete.

Cuando entró el estribillo ya tenía más que claro Lafuente que la que estaba sonando era su canción. La letra apenas variaba en detalles insignificantes y la línea melódica, si bien transpuesta un par de tonos, era idéntica. Tan sólo los arreglos –o la falta de ellos en la maqueta del desconocido- introducían algún matiz dispar respecto de la composición con la que había conseguido más de treinta millones de descargas en Spotify.

—¿Cómo es posible, Quique? —exclamó Pacheco, sin ocultar ya su preocupación ante la cara de circunstancias de su representado— ¿Cómo consiguió registrar ese cretino una de tus composiciones?

—No lo sé  —musitó el artista tras una pausa demasiado larga para que la respuesta sonara convincente.

—Abordemos la cuestión desde el prisma positivo, si les parece. Don Quique —de nuevo fue el abogado quien tomó el relevo—. ¿Podemos demostrar de alguna manera que usted compuso ese tema antes de la fecha en que el demandante la registró? Quiero decir, me consta que los creadores graban diferentes maquetas, las suben a secuenciadores, a unidades de almacenamiento en la nube o a terminales móviles, para retomar la canción más adelante o meramente por esa suerte de síndrome de Diógenes que tienen ustedes. Todo esto deja un rastro digital que un perito experto podría fijar en el tiempo. También es habitual que los compositores hagan partícipes de sus creaciones a personas de su círculo para que opinen o les ayuden, lo que nos proporcionaría cuanto menos algunos testigos que siembren la duda en el juez.  

—Ahí lleva razón Mauricio —ahora hablaba Pacheco—. Seguro que hay una versión sin pulir de A Destiempo en el Protools de tu casa, o en la grabadora de tu móvil, por no hablar de que al menos Charly, tu arreglista, tendrá una copia de la misma con un interrogante en su Whatsapp que le habrás enviado a las tantas de la madrugada  en plan ¿esta mierda tiene posibilidades? Si te conoceré yo….

El artista se levantó de la mesa, sin molestarse en disimular su creciente agobio. No dejaba de mirar la demanda, a distancia, con la aprensión de quien se enfrenta a los ensangrentados colmillos de un tiempo olvidado.

—Quique, me estás asustando —gimió el representante—. Dime que no pasa nada raro con esa canción.

El interpelado se tomó su tiempo en responder, como si ya nada de lo que sucediera en la sala tuviera que ver con él.

—La composición es mía, y puedo demostrarlo —dijo, al fin, secundado por un audible suspiro de alivio de Pacheco—, pero no me gusta el precio que habré de pagar para hacerlo.

Y antes de que su representante pudiera soltar alguna nueva inconveniencia, seleccionó un contacto entre los de su teléfono y sin darse tiempo a pensar pulsó el botón de marcado. Conectó acto seguido la opción de manos libres y depositó el aparato sobre la mesa de reuniones. Tras un considerable número de tonos, una voz femenina se filtró a través del altavoz:

—¿Diga?

—¿Rebeca?

—Yo misma.

—Soy Quique… Enrique.

—¿Quién?

—Quique Lafuente. ¿Cómo estás?

—¿Quique Lafuente como el cantante, quiere decir?

—Rebeca,  sé que ha pasado mucho tiempo y que me merezco cualquier cosa que me hagas, pero…

—Mire, no sé de qué va esta broma, pero le voy a colgar, ¿vale? No me vuelva a llamar.

Cuando se interrumpió la comunicación, los tres hombres permanecieron en silencio durante una pequeña eternidad, cada cual a más desconcertado. El letrado y el representante apenas se atrevían a lanzar furtivas miradas a Quique, por cuyo rostro desfilaba toda suerte de sombríos pensamientos. Fue finalmente éste quien habló.

—Don Mauricio, llame al abogado contrario y trate de negociar un acuerdo. Rebaje el precio y por encima de todas las cosas consiga una cláusula de confidencialidad respecto a la reclamación y la autoría.

—Estarás de broma —bramó el representante.

—Pacheco, el demandado soy yo y del dinero es mío, así que no quiero escuchar ni una palabra más sobre este asunto. Ni hoy, ni nunca.

Y dicho esto, se levantó y abandonó la sala de reuniones. Parecía haber envejecido varios lustros de golpe.

* * *

—Te juro que no montaré ninguna escena —se aprestó a decir Quique cuando días más tarde Rebeca amagó con cerrarle en las narices la puerta de su piso.

Ella le miró, con los mismos ojos grandes que hacía una eternidad le habían amado. En su rostro no había miedo, ni sorpresa, ni ira. A lo sumo algo de vergüenza diluida en determinación.

Le dejó pasar. La vivienda, casi tan humilde como la que ellos mismos compartieron una vez, estaba sumida en el caos naif y lúdico habitual de las familias con niños. Un hogar feliz, concluyó Quique con mal disimulada picazón, cuyo único factor de disrupción era la presencia de algunas maletas llenas a reventar en el recibidor, listas para la partida (¿la huida?). Rebeca le invitó a sentarse en el sofá del salón.

—No tenemos mucho tiempo —le advirtió la mujer. Más de diez años después conservaba intacta su belleza, si bien los rasgos aniñados y llenos de bondad se habían endurecido. —Las preguntas que tengas que hacer hazlas ya.

—No te preocupes, no son muchas. Los detectives han hecho la mayor parte del trabajo. —A él mismo le sorprendió el tono afilado de sus palabras, mas pese a que sabía que en el fondo estaba siendo terriblemente injusto no las dulcificó ni un ápice—: Sé que Guillermo Sáez, el pelagatos que interpuso la demanda por plagio contra mí, es tu marido. Sé que tenéis dos hijos, que tú llevas tres años desempleada y a él lo despidieron hace poco, y –esto lo imagino- que estáis lo suficientemente desesperados como para haber firmado un acuerdo extrajudicial por dos millones de euros, cuando estabais reclamando siete. ¡Ah! También sé que hace un año tu querido esposo registró a su nombre todas las canciones que compuse cuando vivía contigo, valiéndose sin duda del hecho de que teníais a mano las partituras y grabaciones que quedaron en tu casa. Supongo que la idea era ver si sonaba la flauta y yo decidía comercializar alguna, y después chantajearme, como así ha sido.

—¿Si sonaba la flauta? —estalló Rebeca con sorna— ¿Sabe tu público que tus últimos dos trabajos se componen casi exclusivamente de temas que creaste hace más de diez años, en un sofá como éste, mientras yo salía a trabajar para los dos? Te has quedado seco, Enrique, y a mí no me lo puedes negar. Por otro lado, si hace una década te hubieras pasado a explicarme que habías decidido unilateralmente poner fin a nuestra relación, podrías haber aprovechado para llevarte de paso tus cosas y así evitar todo esto.

—O sea, que yo tengo la culpa de que hayáis robado mis cancioines.

—Tus canciones, siempre tus putas canciones. ¿Y mi vida? ¿Quién te dio permiso para borrarla? ¿En qué capítulo sale la ingenua Rebeca en tus memorias? ¿En qué dedicatoria agradeces todo lo que hice por ti cuando no eras nadie? ¿En qué momento pasé de ser el amor de tu vida a un lastre que había que soltar sin hacer ruido?

La conversación quedó interrumpida por el sonido de una llave girando en la cerradura. Un instante después un hombre con una niña pequeña en brazos entró en la estancia. Tras él lo hizo un muchacho algo más mayor, tocado con una gorra que trataba de disimular la ausencia total de pelo.

—Sorpresa —dijo Rebeca, por romper el glacial silencio que se instaló entre ambos hombres.

—¿Qué le has contado? —preguntó Guillermo a su esposa, mientras instintivamente cobijaba al hijo mayor tras sus piernas.

—Nada que no supiera ya o que no debiera saber —se apresuró a responder ella, súbitamente en alerta.

—¿Qué le pasa? —se interesó Quique, señalando al crío.

—Leucemia —respondió la madre. —Pasado mañana inicia el tratamiento en Houston.

Poco a poco, como a través de baldosas sueltas, se empezó a conformar el camino a la verdad en la cabeza del cantante.

—¿Qué edad tienes, muchacho?

—Casi diez años, señor —respondió éste antes de que su madre pudiese intervenir.

Mientras Quique hacía las cuentas se iban haciendo más evidentes las similitudes: los ojos verdes, la forma de la barbilla, hasta esa afable rebeldía en el gesto tras la que ocultar la inseguridad enfermiza.

—Te iba a dar la sorpresa cuando volvieras de la gira —confesó con voz derrotada Rebeca, preparada para una explosión que no llegó.

Quique murmuraba algo inaudible, los ojos prendidos de un punto de fuga en el vacío.

—Pero no volviste, Enrique, y yo me negué a apelar a la pena, o a tu sentido de la responsabilidad, para propiciarnos un destino diferente al que tú nos habías condenado. Te extirpé de mi vida, como hiciste tú, y el orgullo y la necesidad de la vida que estaba en camino me dieron las fuerzas que necesitaba. Cuando estaba de siete meses conocí a Guillermo, y créeme que no lo digo por hacerte mal, pero te aseguro que ha querido a David como si fuera su propio hijo. Y después llegó Inés, y en algún momento entre tanta llegada ya no quedó sitio para tus recuerdos, y aprendí a ser feliz sin ti, y  si no es por la enfermedad del niño y los costes prohibitivos del tratamiento no hubiera vuelto a interferir en tu vida.

–Sé que te he fallado en muchas cosas, pero si en algo me conoces sabes que hubiera costeado el tratamiento sin que tuvierais que recurrir a todo esto.

—¿A cambio de qué, Enrique? —se le encaró Rebeca— ¿A cambio de tu apellido? ¿A cambio de un régimen de visitas? ¿Cuánto tardarías en presentarlo a la prensa, en engatusarlo con tu tren de vida, en pervertirlo, en ponerle tu firma y tu marchamo como al resto de cosas de tu autoría?

—Dame una razón para que no interponga una demanda de paternidad

—No puedes, Enrique. Por si lo has olvidado, en el acuerdo amistoso que firmaste te comprometías a no interponer ningún tipo de demanda contra Guillermo y su familia. Y a efectos legales David es hijo biológico de Guillermo, y yo su esposa, su familia.

—De todas formas…

—Yo también he hecho los deberes, Enrique, y me he asesorado. No puedes interponer una demanda de paternidad si no aportas indicios de haber tenido una relación con la madre del niño. Y tú mismo te has encargado de hacerme desaparecer de tu vida. Por mi parte las cintas, vídeos, fotos, todo se ha quemado. No hay nada que nos vincule.

—¿Y te parece justo robarme a mi propio hijo?

—Sí. Me lo parece. Al fin y al cabo, has recuperado lo que más querías: tus canciones. El resto, lo importante, no te pertenecerá nunca.

Autor : Erre Medina

Escribo para ti, así que cualquier comentario será bienvenido.

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