La noche en que creí ver a Eva Luna yo iba cargado de paquetes. Se aproximaban las fiestas navideñas y mi mujer me había otorgado para ese sábado el título honorífico de encargado de la adquisición de los regalos tecnológicos de la familia. Serían más de las ocho de la tarde cuando por fin taché el último cachivache de la maldita lista y salí a la calle en que desembocaban buena parte de los centros comerciales de Ciudad.
Debido a las fechas no había quien diera un paso, la acera ocupada por conciudadanos convertidos en enloquecidos transportistas de paquetes. Decidí, por acallar los instintos genocidas que amenazaban con apoderarse de mí, abandonar la vía principal y buscar un recorrido alternativo hasta la boca de metro a través del casco antiguo.
Aliviado por apartarme del gentío, aminoré el paso y aspiré con cierta delectación esa mezcolanza a suavizante y orina tan característica del barrio. Resolví deambular un poco por el dédalo de callejuelas estrechas, dejarme llevar sin rumbo fijo, ajeno a los índices de inseguridad ciudadana y al cabreo con que sin duda Teresa acogería mi retraso.
No sé cuánto llevaba caminado ni el tiempo que habría transcurrido cuando, decía, creí ver a Eva Luna tras los cristales de una coqueta cafetería semioculta en un callejón del barrio viejo. Compartía un refresco y risas enamoradas con un muchacho de su edad. No podía ser ella, como a continuación explicaré, pero nada salvo la razón hacían pensar que no lo fuera. Eran los ojos de Eva Luna, la sonrisa de Eva Luna, los gestos de Eva Luna. Era, sin duda, exacta a la Eva Luna que yo conocí cuando ambos teníamos quince años.
Pero había pasado mucho tiempo desde que ambos teníamos quince años. Más de media vida.
El cristal de la cafetería, implacable en su juego de translúcidos reflejos, me devolvió mi rostro centrifugado y ajado por medio siglo de existencia, mientras transversalmente me dejaba participar de la eterna juventud de mi primer amor.
Aún a sabiendas de que la acción que me disponía a emprender sólo podía desembocar en decepción, cuando no en doloroso ridículo, entré en la cafetería. Tan sólo –pensé- me acodaré en la barra, soltaré por un rato los paquetes y mientras me bebo una cerveza dejaré que algún detalle nuevo –su voz, su relato, su aroma- me saque del error o me confirme el milagro.
Y así lo hice. Tras soltar mi carga le pedí al camarero una cerveza y algo de picar. En la barra dos albañiles miraban con aire absorto un viejo televisor sin sonido, y un poco más allá una vieja borracha me lanzó una sonrisa desdentada que pretendía resultar seductora. Me giré con el mayor disimulo posible hacia la mesa que compartían la sosías de Eva Luna y su novio.
Pero ya no estaban.
Miré hacia la entrada y luego hacia el resto de la cafetería, sin éxito. Era imposible que se hubieran esfumado en tan breve espacio de tiempo.
Totalmente perplejo, tardé en darme cuenta de que mi móvil estaba sonando. Era mi mujer. Balbuceé una excusa, apuré la cerveza y me largué de aquel lugar, cargado de paquetes y perseguido por las miradas lascivas que desde la barra me lanzaba la borracha.
– Ponme otra, Sebas.
– ¿No has bebido bastante, Eva Luna?
– Sólo una más, y llena también tu vaso. Me apetece brindar por los viejos tiempos y el primer amor.
*La imagen que ilustra este relato pertenece al pintor Ernest Descals.
Autor : Erre Medina