Un buen día descubrí que había perdido la capacidad de imaginar cosas.
Quiero decir: seguía siendo capaz de pensar en días soleados, en un plato de macarrones con tomate o en un perro con cara de invertebrado, pero sólo porque estas imágenes estaban almacenadas en mi recuerdo . Era en cambio incapaz, por ejemplo, de imaginarme un plato de macarrones con un color, textura o sabor distintos de aquellos platos de macarrones que había probado o contemplado a lo largo de mi vida.
Supongo que tras el descubrimiento me dije algo así como «que no cunda el pánico, Roi». Y luego, seguro, me tomé un par de pelotazos. Porque es lo que hago cuando las cosas se van de madre.
Sería al día siguiente, o tal vez al otro, que me dio por realizar una prueba empírica. Intenté imaginar cómo quedaría el sillón del salón en el lugar que en ese momento ocupaba un piano electrónico que hace más de diez años que no uso. Fui incapaz de algo tan sencillo como recomponer mi propio salón con dos piezas alteradas, y encima me acabó entrando la paranoia de que a lo mejor la estancia quedaba mejor en esa disposición que no era capaz de imaginar, así que me tocó rodar muebles (y luego devolverlos a su posición original)
Me empecé a sentir muy agobiado. Si había perdido la imaginación para siempre, todo se había acabado.
Y algo debió barruntarse el muy cabrón, al que le supongo contactos en el infierno, porque justo entonces llamó mi editor.
– Roi, querido…
– ¿Cómo va, Bernat?
– Bien. Aquí y allá, ya sabes, a la caza del talento en flor. Precisamente ayer alguien me preguntaba por ti.
– ¿Ahá?
– Sí. «Ahá», como dices tú. Estaba en una fiesta que se había montado por el nuevo libro de Tomás Berzoso, que por cierto lo estuve hojeando y me pareció espeluznantemente malo. Y en estas que me encuentro al señor Sellarés, y va y me suelta: «cuando veas a Roi pregúntale cómo lleva la novela». Y yo le respondo, «seguro que está a punto en plazo, mi chico es responsable». «Más le vale, después del adelanto que me sacaste», me suelta por toda despedida. Y se va. Y por eso, aparte de saludarte, y sin que sientas que te quiero presionar, me atrevo a preguntarte si todo va bien.
– Desarróllame lo de «todo».
– ¡Cojones, Roi! ¿Hay novela o no?
Y ahí estaba, indefectible, la escena final. Y la decisión: contar la verdad, o sea, que llevaba casi un año dilapidando el adelanto de Sellarés en mil tipos de vicios, y que para venirlo a empeorar cuando por fin había decidido ponerme en serio había perdido la capacidad de imaginar. O bien podía ganar tiempo, mentir y aferrarme al milagro de que la imaginación volviera como se fue.
Decidí que para la verdad siempre hay tiempo, pero entonces descubrí otra cosa: que al perder la imaginación había perdido también la capacidad de mentir.
Bernat, mientras, no me daba tregua.
– Dame algo al menos con lo que pueda apaciguar a las fieras. Un capítulo, una línea argumental…
– …
– Que sepas que me estás asustando mucho, Roi. ¿Podrías al menos leerme la primera frase de tu novela?
Tomé aire, lévemente mareado. Iba a claudicar cuando la página en blanco del procesador de texto de mi ordenador me inspiró la primera frase de mi novela:
«Un buen día descubrí que había perdido la capacidad de imaginar cosas.
Autor : Erre Medina